Por momentos pareciera que las musas han muerto.
Este estado de paz, de claridad mental, limita mi creatividad.
Siento mi cognición ampliarse y abarcar cada recoveco, disipar toda duda.
De repente todo es tan transparente, tan sí mismo, tan obvio.
Las cosas se muestran en su esencia pura y simple.
Y hay calma, demasiada.
Y si, el sufrimiento se va.
Mas pareciera que solo la perturbación orillara a mi mente a ese desdoble tan sincero,
a esa desnudez interior,
a esa, la expresión última de mi yo.
O mas bien, de ese yo.
Esos estados de profundo quiebre,
en los que la razón no está segura de serlo.
Ese tocando fondo,
esa agonía inherente al solo hecho de vivir,
rasga en lo más profundo de mis entrañas
ubicándome en la disyuntiva entre morir o arrojarlo todo,
vomitarlo, escupirlo, vaciarme.
Es como un extrañar la melancolía,
ansiar la nostalgia para que zarandée el espíritu
y así pueda desenvainarse.
Forzarlo a vomitar tanto dolor.
Por otro lado, la calma,
ésta extraña y un poco ajena pasividad,
parece hacerle bien a cierta parte de mí,
como si la salvara incluso.
Como si me salvara incluso.
Pero hay otra parte en mí que pierde,
como si esa calma la meciera hasta adormecerla
y la amansara de algún modo.
En un punto comprendo que me estoy domando
y que es necesario bajar el ritmo y sólo contemplar.
Es sólo que esa parte está quizá tan acostumbrada a la tristeza,
a la oscuridad y a lo visceral,
que se ve limitada,
casi imposibilitada
para gritar desde esa voz ulterior
al no encontrar ataque contra el cual defenderse.
Y temo perderla.
Quizá sea momento de abandonar las armas definitivamente
y solo contemplar qué sucede.
Por supuesto ello no implica que baje la guardia.
Y los demonios al acecho.
Siempre.
Lo sé.
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